—¿Qué sabes de México?
—Nada
—¿Sabes dónde está?
—No.
Sin realmente saber qué les espera, dejando prácticamente todo atrás, el grupo de refugiados —a los que el Instituto Nacional de Migración confirió en estatus de “visitantes por razones humanitarias” por espacio de un año— dejó Puerto Príncipe poco después de las 7:00 de la noche, casi exactamente después de 100 días de que el terremoto del 12 de enero destruyera la capital de Haití y dejara a buena parte de su población a la deriva.
Las reacciones ante la partida son mixtas. Algunos aplauden, indudablemente alegres.”Todos quieren dejar Haití”, sostiene Gabrielle, profesionista. Otros, algunos más, rezan en grupo, Biblia en mano “Dieu tout pouissant assistez-nous dans le voyage (Dios todo poderoso ayúdanos en el viaje)”, piden.
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Siete de la mañana. La cita es al pie de la Tour 2004, una mole a medio construir a la que el depuesto gobierno de René Preval quiso hacer un símbolo nacional y que, desde hace varios años, permanece abandonada. Es una de las pocas estructuras intactas en Puerto Príncipe y sirve como punto de referencia para los refugiados que poco a poco se concentran en el sitio convenido.
Ocho camiones son enviados por el gobierno mexicano para transportarles hacia el muelle. Arriban unas 400 personas, 50 más de las esperadas. El secreto con el que se contaba se abrió de alguna manera, aunque afortunadamente de forma limitada. Pero el hecho es que la información se corrió entre algunos habitantes de los campamentos, desesperados por salir.
—¿Aquí sale la guagua para México? —pregunta un hombre con un niño en brazos.
Su nombre no está en la lista. Insiste. Un agente de migración le explica que no hay forma de subir al barco si no ha sido invitado por un familiar.
—¿Pero aquí sale la guagua?
“Hay quienes tratan de colarse, hacen de todo para engañarnos”, dice un agente migratorio mexicano que mira la escena. El aspirante a refugio se aleja llevando de la mano a un policía haitiano con el que trata de negociar su pase. Volverá. Sólo hasta la cuarta ocasión desistirá de su intento.
Para los que sí forman parte de la lista, las historias que quedan detrás son de sobrevivencia y terror. Jean Lois Michel trabajó hasta el 12 de enero como policía del Palacio Nacional, encargado de la protección del presidente René Preval.
En el terremoto su sargento murió aplastado justo frente a sus ojos. De milagro escapó con raspones y contusiones. Su esposa y bebé, por alguna razón, ya estaban en México y enviaron por él.
“México es un buen país. Creo que podemos hacer una buena vida allá”, dice.
Seis de la tarde. Todos a bordo.
Prestado por una cementera colombiana, mediante la intervención de Cemex, un puerto industrial —cuya ubicación fue mantenida en reserva hasta el final para evitar una estampida de damnificados— sirvió de último punto de partida para los refugiados que técnicamente no lo son, pero que para todo fin práctico en eso se han convertido.
La navegación tomará cinco días. Después de pasar cerca de cuba, doblarán hacia Yucatán, hasta atracar en Veracruz a las 7 de la mañana del sábado. Después serán transportados a la Ciudad de México, donde los recibirán sus familiares y amigos, encargados de ahora en adelante de su manutención. Y de ahí a dispersase en distintos puntos, a nuevos hogares, en un país que todavía no es suyo y del que la mayoría de las referencias que tienen son de telenovelas, algunas películas e historias de futbol.
Pero la realidad es que, para ellos y hasta nuevo aviso, la isla ya está en el pasado. El sismo se encargó de eso.
http://www.milenio.com/node/426155
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