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martes, 25 de mayo de 2010

De política y cosas peores

Armando Fuentes Aguirre Catón

Veracruz es la sonrisa de México. Los jarochos son gente alegre, jovial y llena de ocurrencias. Un cordial corazón de su alegría es “La Parroquia”. En ese entrañable café bicentenario se junta lo más veracruzano de lo veracruzano. Así como los hombres del medioevo peregrinaban a Tierra Santa, Roma y Compostela, así los mexicanos deberíamos hacer en nuestra vida al menos una peregrinación a “La Parroquia”.

Yo la tengo como mi casa en Veracruz. Cada vez que por mi buena fortuna voy al Puerto, lo primero que hago es ir a “La Parroquia”; saludar a mis amigos los Fernández -a Felipe, esta vez última-, lo mismo que a don Pedro y don Fidel, meseros beneméritos; y beber a sorbos lentos mi lechero con acompañamiento de una bomba, que así se llama en Veracruz el pan que en otras partes recibe el nombre de volcán o concha. El Antiguo Café de “La Parroquia” es escenario de homéricas bromas. Una de ellas es conocida como “El juez”.

De esa tremenda jugarreta hacen víctima los jarochos a algún inadvertido visitante. Dos comensales -toda la mesa está en el ajo ya- comienzan a hacer alarde de su fuerza física. Después de un intercambio de jactancias se desafían a jugar vencidas. Compiten por dos veces -cada uno de los contendientes en aquella simulada justa gana en una ocasión-, y luego se acusan mutuamente de haber hecho trampa. Acuerdan jugar el desempate, y los presentes cruzan apuestas -cuantiosas algunas de ellas- en favor de uno o el otro. Sugiere alguien entonces: “Como ahora hay dinero de por medio, es necesario designar un juez”.

Todos coinciden en nombrar al recién llegado: no conoce a ninguno de los competidores, lo cual es garantía de imparcialidad. El forastero, halagado acepta aquel honroso cargo. Para entonces la mesa ha sido rodeada por un numeroso público -que también está en el ajo ya-, que simula gran interés en la contienda.

Se le dice al juez que esté muy pendiente de que ninguno de los competidores haga trampa. Deberá contar hasta tres, y ésa será la señal para empezar la justa. Se acomodan bien los contendientes; se toman con firmeza por la mano, dispuestos ya a probar su fuerza. Se hace un silencio profundo y expectante. El juez, solemne, poseído de su trascendental función, cuenta muy serio: “Uno... Dos... ¡Tres!...”. Ha caído en la trampa.

Cuando dice: “¡Tres!”, toda la concurrencia grita a voz en cuello: “¡Chingue a su madre el juez!”. Luego prorrumpen todos en una formidable carcajada, y celebran con aplausos el hecho de que -otra vez- la broma salió bien. El infeliz mortal que ha sido víctima de la pesada chanza queda mohíno y apesadumbrado.

Durante varios días se le ve abatido, cogitabundo y cabizbajo, pues una mentada así doblega el ánimo más firme, origina un trauma como para ir con el psiquiatra, provoca disfunción eréctil y quita las ganas de seguir viviendo (se ha sabido de alguien que tras sufrir la broma se ha arrojado al mar).

http://impreso.milenio.com/node/8772776

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